¿Por qué meditar ¿Por qué enseñar a meditar?

Sentarse en el cojín es una herramienta simple y poderosa. Simple porque no tiene mayor misterio. Poderosa porque -con la práctica asidua- nos aporta calma y claridad de mente, contento interior y una grata sensación de relajación en el cuerpo: la vida se transforma.

Para meditar no hace falta enredarse en leer miles de libros y artículos en prensa. Ni ver vídeos en YouTube.

En el mismo momento en que notamos esa curiosidad por la meditación, ya contamos con la materia prima, es decir, nuestra mente y nuestro cuerpo.

Otro gran ingrediente  es contar con la ayuda de un meditador experimentado que nos pueda dar una o dos pautas básicas. Una o dos, no más. Y que sean básicas, como por ejemplo, qué observar, cómo y cuánto tiempo.

De nuestra parte corresponde poner la intención, la atención y la actitud.

Primero, la intención de sentarnos, en vez de dejar la meditación “para luego”, ese luego que nunca llega. También está la intención de permanecer sentados, meditando en el objeto de atención, durante el tiempo estipulado, pase lo que pase, surja lo que surja. Habrá interrupciones internas y externas, así es la vida, y nuestro propósito no debe ser erradicarlas sino ser conscientes de ellas, sin seguirles la corriente, sin aferrarse a ellas ni rechazarlas.

La atención también es primordial. Sin atención no hay meditación. Por tanto, una vez que decidamos el poste al cual atar nuestra mente, no permitir que ningún fenómeno mental nos abstraiga. Volviendo una y otra vez al objeto de atención. Tomando nota de lo que nos ha interrumpido, pero siempre volviendo. En esto se basa el entrenamiento meditativo.

Por último, y no por ello menos importante, está la actitud. A la meditación debemos entrar con una actitud activa, ya que trabajar la atención no es tarea para la pasividad. Con una actitud de soltar, soltar lo que no es nuestro cometido en este momento. Con una actitud de principiante, que ve lo que ve por primera vez, con asombro e interés. Con una actitud de compasión hacia nosotros mismos, ya que es duro darse cuenta con qué facilidad se distrae la mente.

Tras unos años y muchas horas de práctica, aprenderemos distintas técnicas, que si Vipassana, que si Samatha… pero tiempo al tiempo. No hay que forzar la máquina. No hay que irse a un lugar distante y tranquilo. No hay que buscar… En la meditación no se busca, se encuentra.  Se encuentra un diamante en bruto, y a través de una práctica meditativa simple y continuada, la vamos puliendo, encontrando en nuestro interior, bienestar, calma, silencio…

Compartir la belleza de la meditación es algo innato a cualquiera que la descubre. Como el que quiere compartir un momento de felicidad, por pequeño o insignificante que parezca  -un atardecer anaranjado, el aroma de una flor, el trino de un pájaro-. De ahí la relevancia de la figura del Bodhisattva, que a expensas de su propia iluminación –si existe– decide dedicar su vida a los demás, haciendo que la vida misma sea más vivible.